El otro rey mago
Henry van Dyke
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Vazda, la yegua más veloz de Artabán, había estado esperando toda la noche, ensillada y aparejada en la caballeriza, piafando con impaciencia. Antes que los pájaros se hubiesen despertado por completo para dar principio a su agudo y jubiloso cantar matutino, antes que la neblina hubiese comenzado a levantarse perezosamente de la pradera, el mago se montaba sobre la silla y cabalgaba hacia el Oeste por el camino que recorría las faldas del monte Orentes.
¡Cuán estrecha e intima es la camaradería que en toda larga jornada une a un hombre con su caballo predilecto!
Hombre y bestia beben de la misma fuente a la vera del camino, duermen al amparo de las mismas estrellas, el amo comparte su comida con su hambriento compañero y siente que acarician la palma de su mano los belfos suaves del animal. Al amanecer despierta gracias al soplo de una cálida y dulce respiración sobre su faz soñolienta, y al abrir los ojos, ve los de su fiel compañero de viaje, que se muestra preparado para iniciar el trabajo del día.
Así, los ligeros cascos van tocando su animosa música a lo largo de la senda, al ritmo de los agitados corazones.
Artabán, debía cabalgar hábil y prudentemente para reunirse con los otros tres magos a la hora señalada. La ruta medía alrededor de 900 kilómetros, y 90 era la mayor distancia que podía cubrir en un día. Pero el jinete avanzaba sin inquietud, salvando la distancia fijada para cada día, si bien había de viajar hasta entrada la noche y reanudar su marcha antes que apareciera el Sol.
Pasó a lo largo de las oscuras faldas del monte Orontes, surcadas por el camino pedregoso de un centenar de torrentes. Atravesó Campos Niseamos, donde sus famosas manadas de caballos, que estaban pastando en los anchurosos prados, sacudían la cabeza al sentir aproximarse a Vazda y se alejaban al galope. Las bandadas de aves silvestres levantaban el vuelo desde las cenagosas praderas revoloteando en grandes círculos.
Artabán cruzó los campos fértiles de Concabar. La trilla del grano arrojaba al aire una dorada neblina que ocultaba a medias el vasto Templo de Astarté de 400 pilares.
En Bagistán, entre los esplendidos jardines, el peregrino alzó su mirada hacia el escarpado pico de la montaña. Creía ver la figura del rey Darío, pisoteando a sus enemigos caídos y la orgullosa lista de sus guerras y conquistas grabadas en alto sobre la faz del acantilado eterno.
Recorriendo desfiladeros fríos y desolados, arrastrándose dificultosamente por entre las montañas, bajando un buen número de oscuras cañadas, donde el río corría frente a él; cruzando valles con terrazas de calizas amarillas cargadas de vides y árboles frutales; pasando a través de los bosques de encina de Carina y los oscuros portales de Zagros; salvando anchos arrozales donde los vapores otoñales esparcían sus mortíferas neblinas; siguiendo el río Gindes, bajo las trémulas sombras de álamos y tamarindos, y saliendo a la meseta llana donde él corría derecho, por entre los campos de rastrojos y praderas resecas, a través de las corrientes ondulantes del Tigris y de los muchos canales del Eúfrates, Artabán siguió adelante hasta llegar, al anochecer del décimo día, al pie de las destrozadas murallas de Babilonia.
Hubiera entrado en la ciudad, en busca de descanso y refrigerio para él y su bestia, pero le quedaban tres horas de camino hasta el Templo de las Siete Esferas, a donde debía llegar a la media noche para encontrar a sus tres compañeros.
Así pues, continuó la marcha.
La yegua disminuyó su paso al llegar a la sombra que echaba un bosquecillo de datileras sobre un campo de rastrojos.
El huerto resultaba tan cerrado y silencioso como una tumba; allí no se agitaba una hoja ni se oía el trino de un pájaro. Vazda presentía algún peligro o dificultad. Dejó escapar al fin un rápido relincho de ansiedad y desaliento, y se quedó inmóvil delante de una masa oscura que yacía a la sombra de la última palmera.
Artabán desmontó. La luz tenue dejaba ver a un hombre tendido en medio del camino, uno de los muchos exiliados hebreos que todavía habitaban la región. Por su piel, seca y amarilla, se adivinaba que padecía la fiebre mortífera que por otoño hacía estragos en las ciénagas. Su mano denunciaba el frío de la muerte.
Artabán se volvió a otro lado invadido de tristeza, consignando el cadáver al entierro que los magos juzgan más digno: el funeral del desierto, tras del cual los milanos y los buitres se levantan agitando sus negras alas y se alejan sin dejar más que una pila de huesos entre la arena. Mas al volverse, oyó un suspiro mortal que escapaba del desdichado, mientras sus huesudos dedos se aferraban al borde del manto del viajero.
Sintió que su espíritu se estremecía y vacilaba. ¿Qué derecho asistía a aquel desconocido para esperar algún servicio de Artabán?
Si no llegaba a Borsippa a la hora convenida, sus compañeros partirían sin él. ¿Debía hacer a un lado su propósito de seguir en pos de la estrella y arriesgar la recompensa que obtendría su fe divina, solo por unos sorbos de agua a aquel moribundo?
“Oh, Dios de la verdad y la pureza, indícame el camino sagrado, la senda de la sabiduría que solo Tú conoces”
Enseguida se acercó al enfermo y lo llevó hasta el pie de la palmera. De uno de los canales cercanos, trajo un poco de agua para humedecer la frente y los labios del desdichado. Mezcló en el líquido unas gotas de esos sencillos y eficientes remedios que llevaba en el cíngulo (pues los magos eran tan hábiles médicos como astrólogos) y le dio la medicina al moribundo. Hora tras hora, estuvo luchando por ayudarlo a recobrarse y, por fin, cuando el hombre se sintió mejor, se incorporó y miró a su alrededor.
- ¿Quién eres? –inquirió.
- Soy el Mago Artabán. Me dirijo a Jerusalén, en busca de quien habrá de venir al mundo para ser el Salvador de toda la humanidad. El tiempo me apremia, ya no puedo demorarme más, aquí tienes todo lo que me resta de pan y vino, además una poción de hierbas medicinales. Cuando recuperes las energías, podrás encontrar las viviendas de los hebreos entre las casas de Babilonia.
- Quiera el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, bendecir y dar éxito al viaje de quien tiene misericordia. Nada tengo que darte a cambio aparte de este conocimiento: nuestros profetas afirman que el Mesías nacerá en Belén de Judá, y no en Jerusalén. Que el Señor te lleve hasta ese lugar a salvo y en paz.
Pasada ya la media noche y recobradas las energías, Vazda volaba sobre el suelo como una gacela. Cuando llegaba a la última etapa de su jornada y el primer rayo del Sol tendía la sombra de la yegua, que se adelantaba en la carrera, Artabán recorrió con su mirada el monte de Nimrod y el Templo de las Siete Esferas sin descubrir a sus amigos.
Al galope, el peregrino rodeó el monte cuyas terrazas de ladrillos multicolores se hallaban en ruinas. Se apeó luego y trepó hasta lo más alto de los terrazgos dirigiendo su vista hacia el oeste. La desolación de las ciénagas se extendía hasta el horizonte. Los avetoros se posaban a orillas de las charcas estancadas y los chacales se escurrían acechando; pero no se divisaba la caravana de los tres reyes magos.
Artabán encontró bajo un montecillo de ladrillos rotos un jirón de pergamino que decía “No podemos demorarnos más. Partimos al encuentro del Rey. Síguenos a través del desierto”.
Se sentó entonces en el suelo y se tomó la cabeza desesperado.
“¿Cómo podré atravesar el desierto sin comestibles y con un caballo agotado? Debo regresar a Babilonia, vender mi zafiro y comprar camellos y provisiones para el viaje. Solo Dios misericordioso puede decir si no veré al Rey por haberme atrasado con el fin de hacer una merced”.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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El otro rey mago | 14:53 | Read by Alba |
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