La pasión de Pasionaria
Manuel Gutiérrez Nájera
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¡Cómo se apena el corazón y cómo se entumece el espíritu, cuando las nubes van amontonándose en el cielo, o derraman sus cataratas, como las náyades vertían sus ricas urnas! En esas tardes tristes y pluviosas, se piensa en todos aquellos que no son; en los amigos que partieron al país de las sombras, dejando en el hogar un sillón vacío y un hueco que no se llena en el espíritu. Tal parece que tiembla el corazón, pensando que el agua llovediza se filtra por las hendeduras de la tierra, y baja, como llanto, al ataúd, mojando el cuerpo frío de los cadáveres. Y es que el hombre no cree jamás en que la vida cesa; anima con la imaginación el cuerpo muerto cuyas moléculas se desagregan y entran al torbellino del eterno cosmos, y resiste a la ley ineludible de los seres. Todos, en nuestras horas de tristeza, cuando el viento sopla en el tubo angosto de la chimenea, o cuando el agua azota los cristales, o cuando el mar se agita y embravece; todos, cual más, cual menos, desandamos con la imaginación este camino largo de la vida, y recordando a los ausentes, que ya uunca volverán, creemos oir sus congojosas voces en el quejido de la ráfaga que pasa, en el rumor del agua y en los tumbos del océano tumultuoso. El hijo piensa entonces en su amante padre, cuyos cabellos canos le finge la nieve prendida en los árboles; el novio, cuya gentil enamorada robó el cielo, piensa escuchar su balbuceo de niña en el ruido melancólico del agua; y el criminal, a quien atenaza el remordimiento, cierra sus oídos a la robusta sonoridad del océano, que, como Dios a Caín, le dice: ¿En dónde está tu hermano? Y nadie piensa en que esos cuerpos están ya disyectos y en que sus átomos van errantes y dispersos, del botón encarnado de la rosa a la carne del tigre carnicero; de la llama que oscila en la bujía a los ojos de la mujer enamorada; nadie quiere creer que sólo el alma sobrevive y que la vil materia se deshace: porque de tal manera encariñados nos hallamos con la envoltura terrenal, y tan grande es la predominación de nuestros sentimientos egoístas, que, por tener derecho a imaginar que nuestros cuerpos son eternos, no consentimos en creer que la inflexible muerte ha acabado con los demás, y, calumniando a Dios, prolongamos la vida hasta pasada ya la orilla amarillenta en que comienzan los dominios de la muerte. Este sentimiento es mayor en los pueblos que no alcanzan todavía un grado superior de civilización y de cultura. Los egipcios pensaban que sus deudos difuntos habían menester aún del alimento. Por eso pintaban en el interior de los sepulcros e hipogeos, fámulos y sirvientes, provistos de bandejas llenas de sabrosos manjares, cacharros henchidos de agua y grandes panes. Nuestro pueblo conserva aún esa superstición, y deposita, en el día de los difuntos, en el camposanto, lo que llama la ofrenda.
***
Días pasados, hablaba yo con una nerviosísima italiana acerca de estos usos y costumbres. No estábamos solos en su habitación; que, a haberlo estado, hubiera preferido hablarle de amor. La lluvia no permitía que abandonáramos el sagrado de su hogar, y allí, cautivos, entreteníamos la velada con cuentos de aparecidos y resucitados.
—¿No cree usted en la transmigración de las almas?—me decía.
Solté a reir, y oprimiendo su mano a hurtadillas de los demás, le contesté:
—Cuando miro esos ojos y esa boca, creo en la transmigración de los espíritus. Vive en usted el alma de Cleopatra. ¿No es así?
Mi bella interlocutora, agradecida, desarrugó el ceño, contraído poco antes por lo huraño de la plática, y me dijo:
—No sé si los muertos vuelven, ni si emigran las almas a otros cuerpos, pero voy a narrarle una historia... Juan casó en segundas nupcias con Antonia. De su primera esposa quedábale una niña de siete años, a quien llamaban Rosalía sus padres, y Pasionaria, los vecinos de la aldea. La primera mujer de Juan era todo lo que se llama un ángel de Dios. Paciente, sufridísima, amorosa, se veía en los ojos de su marido y en el fresco palmito de la niña. Las comadres del pueblo, viendo su tez pálida, sus grandes ojos rodeados por círculos azules, y la marcada delgadez de su enfermizo cuerpo, decían que la mamá de Pasionaria no haría huesos viejos. Ella, alegre y resignada, esperaba la muerte cantando, como aguardan las golondrinas el invierno. Cierta noche, Andrea—que tal era su nombre—se agravó mucho, tanto que hubo necesidad de llamar a D. Domingo el curandero. ¡Todo inútil! La pobre madre se moría, sin que nadie pudiese remediarlo. Poco antes de entrar en agonía, llamó a su hija, que a la sazón contaba cinco años, y le dijo:
—Rosalía: ya me voy. Yo quisiera llevarte; pero el camino es muy largo y muy frío. Quédate aquí; tu padre te necesita y tú le hablarás de mí para que no me olvide. ¡Hasta mañana! Andrea cerró los ojos, y Rosalía besó, llorando, sus manos que parecían de nieve. ¡Hasta mañana! Es verdad: ¡mañana en el cielo!
***
Juan era mozo todavía y se consoló a los once meses. Al año cabal, se había casado con Antonia. Esta era mala, huraña y desconfiada, la madrastra— como en el pueblo la llamaban—hizo sufrir muchísimo a la pobre niña. La trataba con dureza, solía azotarla cuando Juan no estaba en casa, y hasta llegó a quemar un día sus manos con la plancha caliente. Rosalía lloraba; nada más. Cuando eran muchos sus padecimientos, decía en voz baja, con la cara pegada a los rincones:—¡Madre! ¡madrecita!
Pero la pobrecita muerta no la oía. ¡Qué pesado ha de ser el sueño de los muertos! Las niñas del cortijo, viéndola tan triste, la invitaban a jugar. Pero ella no iba porque sus zapatitos no tenían ya suelas y los guijarros de la calle se le encajaban en la planta. A fuerza de zalamerías con su marido, Antonia había logrado enajenarle el cariño de su padre. Una noche. Pasionaria habló de su mamá; pero esa noche la dejaron sin cena y le pegaron, —i Malhaya la madrastra!—decían las buenas almas de la vecindad. ¡Dios quiera acordarse de la pobrecita Pasionaria!
Dios tiene buena memoria y se acordó. Cuando nadie lo esperaba, y sin visible cambio en la conducta depravada de los padres, Pasionaria se fue reanimando, como la mecha de una lámpara cuando sube el aceite. Seguía siendo muy pálida, pero sus ojos brillaban tanto como la lamparilla que arde junto al Sacramento.
—¿Vas mejor, Pasionaria?
—¡Vaya que voy, como que ya me he puesto buena!
Sin embargo, un doctor que estuvo de temporada en el cortijo, vio a la niña y su pronóstico fue fatal: "A la caída de las hojas se nos va".
Pasionaria desmentía con su cambio este vaticinio. Pasionaria cantaba, haciendo los menesteres de la casa, siempre que Antonia, perezosa y egoísta, andaba de parranda con las cortijeras. Luego que la madrastra llegaba Pasionaria enmudecía! ¡Así callan los pájaros cuando ven la escopeta de los cazadores! Las buenas gentes del cortijo, se decían, con grandes muestras de compasión, que Pasionaria estaba loca. La habían visto hablar sola en los rincones, y hasta habían escuchado estas palabras:
—¡Madre! ¡madrecita!
Pasionaria no estaba loca. Pasionaria hablaba con su madre. La santa mujer, que tenía una silla de marfil y de oro cerca de los ángeles, pidió una audiencia a Dios Nuestro Señor para decirle:
—Señor: yo estoy muy contenta y muy regocijada en tu gloria, porque te estoy mirando; pero, si no te enojas, voy a hablarte con franqueza. Tengo en la tierra un pedacito de mi alma que sufre mucho, y mejor quiero padecer con ella que gozar sola. Déjame ir a donde está, porque me llama la pobrecita y se está muriendo.
—Vete—dijo el Señor—pero si te vas, no puedes ya volver.
—¡Adiós, Señor!
La gloria, sin sus hijos, no es gloria, para una madre.
Aquella noche, Andrea se apareció a su hija y le hablo así:
—Yo te dije que volvería y aquí me tienes. De hoy en más no te abandonaré, tú me darás la mitad de los mendrugos que te den por alimento, y cuando te azoten esas malas almas, dividiremos el dolor entre las dos.
Y así fue. Por eso Pasionaria estaba alegre, aunque el doctor dijera que se moría. No hay, sin embargo, naturaleza que resista a ese maltrato. A la caída de las hojas se murió. Juan que en el fondo no era tan malo, se enjugó una lágrima, y el señor cura se la llevó a dormir al camposanto. Como era natural, en cuanto. Dios supo la muerte, dijo a sus ángeles:
—Id a traerla, que aquí le tengo preparada una sillita baja de marfil y de oro, y un cajón lleno de juguetes y de dulces.
Los ángeles cumplieron el mandato, y madre e hija se pusieron en camino. Pero Andrea tenía cerrada la puerta del cielo por desconfiada, y San Pedro, llamándola aparte, para que la niña no se enterase de nada, le dijo:
—Ya tú sabes lo que el amo dispuso; yo lo siento, viejita, pero el que fue a Sevilla perdió su silla.
—Bien sabido que lo tengo. Nada más llego a la puerta para dejar allí a la niña, y que entre sola. Ahora que va a gozar, ya no me necesita. Lo único que pido es que me den un lugarcito eu el Purgatorio, con ventana para el cielo; que de ese modo podré verla desde allí.—San Pedro conferenció con el Señor, que dio su venia, y la madre se despidió de Pasionaria.
—Madrecita, si tú no entras yo me voy contigo.
—Calla, niña, que nada más voy por tu padre y vuelvo pronto.
¡Pronto, sí! ¡Todavía la está esperando Pasionaria! La pobre madre está en el Purgatorio, muy contenta, viendo con el rabo del ojo a Pasionaria, que juega con los ángeles todo el día. Dios dice que, cuando llegue el juicio final, se acabará el Purgatorio y que entonces se salvará la buena madre. ¡Dios mío! ¿cuándo se acaba el mundo para que no estén ausentes esas pobres almas?...
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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