La última diosa


Read by Alba

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A Alfredo Vicenti

 

Las fuerzas interiores del planeta, en oculta labor, con escondidos movimientos, con solapadas turbulencias, venían preparando la traición, la gran traición.

El sol, por su parte, en su eterna caída por el abismo, en pos de ese hipotético núcleo que acaso rutila en las masas estelares de Hércules, había encontrado un formidable enjambre de bólidos que, lloviendo sin cesar sobre su hornaza, así como sobre los mundos de su sistema (aunque sobre éstos naturalmente en proporción menor), acabaron por determinar un exceso de actividad espantoso, muy superior al undecenal que registran los astrónomos.

Entonces se efectuó el cataclismo, el inmenso cataclismo.

Las perturbaciones del ígneo océano central, produciendo horrible expansión de gases, hincharon en una inmensa extensión la corteza del planeta.

Prodújose con esto una dislocación ciclópea. La inmutable tendencia al equilibrio hizo que a tales hinchamientos correspondiesen depresiones enormes, que se manifestaron, naturalmente, en las entrañas de las más ingentes tierras. Así, pues, a medida que nuevos continentes iban surgiendo del primordial océano, entre feroces torbellinos de espuma, los antiguos se hundían; y el mar, buscando cauce, en oleada espantosa se precipitaba sobre ellos, como una taza que se vuelca.

Pronto, en las vastas porciones de tierra donde habían florecido y penado las razas, salvo en una parte reducida, ya no se oyó más que vagir a la ola verde, plañir al mar generador como en el principio.— El mundo había sido renovado.

¿Por qué de esta tremenda conflagración escapó el centro del África?

Si hubiesen quedado algunos sabios para explicarlo, habríanlo explicado, sin duda, de diversas maneras.

Pero ¡no quedaron!

¡No vivió más que uno!

Del mundo antiguo, mejor dicho, del mundo de ayer, después de los espantosos zarpazos de Plutón y de Neptuno, no subsistía más que la región interior del continente africano que se extiende entre el lago Tanganica al sur, el Sahara al norte, la Abisinia y el Sanguebar al este, y el Congo y la Guinea al oeste.

Marruecos, Túnez, Argel, Trípoli, Egipto, parte de Abisinia, la Cafrería, el Cabo y todo el litoral del oeste, habían desaparecido.

No se veían más que los espinazos de la vieja cordillera que enmarcaba el continente, surgiendo a trechos del mar, como esqueletos de monstruos ahogados en las aguas, aún estremecidas.

Parecía como que la fuerza ciega que iba a labrar de nuevo al mundo, a esculpir de nuevo al planeta, había querido borrar todas las huellas que la civilización paciente y tenaz del hombre blanco logró imprimir en el continente negro.

Y sin embargo, allí, la vida animada había subsistido por lo menos: fuera de allí, en todo el haz del mundo, nada quedaba de la geografía anterior. Nuevos eran los continentes, nuevos eran los mares, y unos y otros desiertos, hasta que el limo de la tierra tornase a ser fecundo.

No más arios de piel de rosa, ojos de azur y cabellos de aurora; no más semitas de nariz encornada, ojos garzos y rizos castaños; no más indios pensativos de ojos negros, cabellos lacios y movimientos de serpiente; no más malayos oblícuos y amarillentos; no más indios rojizos y aguileños; no más lapones panzudos y enanos.

Las razas sólo habían dejado, como vestigio, el «ébano vivo» de algunas selvas africanas.

*

Pero no, ¡no es cierto! Como si el divino Apolo, antes de acribillar la tierra con sus flechas iracundas, hubiese querido conservar una reliquia de la estirpe lírica que creó a los dioses y a los héroes; que volvió sonoras las divinas Cicladas; que pobló de leyenda y de gloria el Archipiélago y el mar Jónico, allá, en un aduar, en el paraje más hermoso de las riberas del Nianza, quedaba una familia compuesta de un explorador italiano, casado con una griega, rubios los dos como la miel de las abejas del Himeto.

Y tenían una hija, una doncellita de diez y seis años, que ostentaba todas las blancuras de las cimas en las mejillas, todas las hebras de oro del sol en los cabellos, y en los ojos todo el verde enigma del mar.

¿Concebís, amigos míos, a esta doncella rubia, a esta nueva Anadiomena, surgiendo impoluta, celeste, única de la concha de ébano del continente maldito, para recordar a los hijos de Cam la antigua gloria de las razas, el prestigio de la hermosura aria, aquello que fue entusiasmo y orgullo del corazón y del pensamiento de los hombres, aquello que movió con su santo estímulo, con su irresistible embeleso los cinceles de Fidias y Cleomeno, que dio sus colores a Tiziano, que se volvió carne de ensueño en las Desdémonas y Julietas, que constituyó la ufanía y el sortilegio del mundo?

Se llamaba Nausica...

Y su madre, bella aún como un crepúsculo de otoño, e inteligente como una ateniense del tiempo de Pericles, suavemente atraíala a su regazo, acariciábala con sus delgadas manos de alabastro, y decíale:

—Hija mía, cuando tus padres hayan muerto, quedarás tú sola como un grano de oro en la negrura del mundo. ¿Qué harás, tú, la perfecta, la flor por excelencia de las razas, en medio de esta humanidad sombría que acaso volverá mansamente a la animalidad? ¿Realizarán por ventura los dioses el milagro de llevarte en un carro de oro, en asunción gloriosa al Olimpo, a ti, de quien ya no es digna la tierra, a fin de que tus rizos de luz, como los de la reina Berenice, fulguren en algún rincón de las noches silenciosas?

Y decía el padre, cuitado y melancólico:

—Fuerza será buscarte un esposo blanco y rubio como tú, para que no se extinga la progenie de los dioses. En algún refugio, en algún recodo, en algún escondrijo del continente quedará otro europeo como nosotros, y con él formarás, en este océano de palpitante negrura, un magnífico islote de fulgor, y vuestra estirpe irá creciendo en estas riberas, incontaminada, serena, radiante, y poblará al fin, con la gracia de su presencia, los nuevos continentes solitarios.

*

Pero al cataclismo habían precedido en el centro del continente, ya epidemias, ya guerras y matanzas, que diezmaron primero y exterminaron después a los reducidos colonos europeos» y el hombre rubio no fue hallado jamás. Murió el explorador y más tarde se extinguió la hermosa griega, besando a su hija y apretando contra su corazón un libro: la Iliada, ¡el último ejemplar de la Iliada que existía en el mundo! Nausica quedó sola.

Se cuenta que los negros la hicieron reina y que de todos los rumbos del continente venían a contemplarla, pareciéndoles ya como una mentira que hubiese existido nunca una raza capaz de concebir aquellas carnes de leche y aurora.

Un poeta negro la cantó a su modo en un dialecto áspero.

Y un día, antes de llegar a su plenitud, aquella solitaria y purísima azucena se extinguió, ante los ojos sorprendidos de sus súbditos, como se apaga un rayo de sol.

Esta última hija de Apolo murió repitiendo un verso de Homero, en la gloria de una fresca mañana, acariciada por una brisa suave, que parecía la misma que empujó a los argonautas por el mar azul, la misma que sopló en las cañas que brotaron de la metamorfosis pánica.

Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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