El lago encantado
Amado Nervo
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Para el ministro de México en España,
Don Juan A. de Béisteoui
Mi amigo, que ama apasionadamente la naturaleza, quizá por contraste, porque su posición y su fortuna lo tienen asaz encadenado al torbellino de los salones y al trajín del gran mundo, me dijo el otro día:
—He descubierto un lago, un lago admirable, digno del cisne de Lohengrin, un verdadero lago wagneriano. Nadie lo conoce— este «nadie» se refiere naturalmente a los turistas—. Ningunos ojos frívolos lo han contemplado; ni siquiera hay un camino que conduzca directamente a él. Ninguna villa se yergue en sus márgenes, donde anidan los gansos salvajes. Si usted me promete la reserva, si no dice usted una sola palabra a nuestros amigos, lo llevaré.
Lo prometí, y ayer, después del almuerzo, partimos. Dejamos las elegantes callejuelas del balneario, bordadas de palacetes y de hoteles, y entramos a la gran carretera de París, esa gran carretera sombreada por árboles hospitalarios que, como todas las de Francia, más parece un paseo que un camino.
El automóvil volaba, y el aire fresco cantaba en nuestros oídos,— ágil,— su canción alada y volandera.
Llegamos diez minutos después a una ciudad histórica, cuyo nombre no diré, situada en la confluencia de dos ríos, que, a poco, fundidos en uno como dos vidas amantes, y después de lamer con mansedumbre las amarillentas landas cubiertas de pinos marítimos, se arrojan al revuelto mar Cantábrico.
Atravesamos esta ciudad al paso, con la gran máquina de ciento diez H. P. trepidando de impaciencia, y volvimos al camino real para dejarlo en seguida por otro que ondulaba entre la verdura.
Las casas sembradas aquí y acullá, las fermes y granjas iban haciéndose raras. Pronto ya no hubo más que árboles, las susurrantes filas de árboles solitarios, un poco amarillecidos por los asomos del otoño, que precede en ellos a esa vejez anual del invierno, de la cual salen más ufanos siempre y florecidos, mientras ¡ay! nosotros, que nos reposamos a su sombra, no vemos sino ya para siempre, ya para la eternidad, amarillecer nuestras frentes rugosas como sus crústulas y nevarse nuestros cabellos.
La paz de los campos era infinita.
De pronto la gran máquina se detuvo roncando poderosamente; frente a nosotros, en un poste, un rectángulo de madera decía:
«Lago de I...»
Seguimos un casi imperceptible sendero que se internaba en el bosque, y salió a recibirnos, sonriente y acogedor, un hombre.
—Buenos días— nos dijo en castellano correcto, sin acento alguno—. ¡Bien venidos!
Mi amigo le explicó que, enamorado del lago, había querido volver, y venía a pedirle de nuevo su barca.
El hombre aquel, sonriendo siempre, nos precedió hacia la orilla.
La vegetación era tan apretada, que yo no vi la gran esmeralda del agua hasta el momento en que las ondas apacibles bañaban casi mis pies.
El lago, muy alargado, muy irregular, muy amplio y cristalino, bordado de pinos, de cedros, de encinas, se extendía solitario y misterioso, formando innumerables recodos, que eran otros tantos remansos donde la linfa dormía, reflejando el ensueño verde de los follajes, y donde sólo se echaba de menos a los cisnes místicos, de los cuales dijo Wordsworth: «Cuando el cisne nada, nadan dos: el cisne y su sombra».
Era de veras un lago pensativo, propicio al éxtasis. Diana y las ninfas hubieran podido bañar en sus ondas las luminosas carnes inmortales, sin temor alguno de ser sorprendidas.
Con un zueco que yacía en la ribera, aquel hombre, alternando con nosotros, empezó a extraer el agua que cubría el fondo del bote, bastante pequeño y frágil; y pronto mi amigo y yo pudimos coger los remos, ansiosos de bogar por las temblorosas diafanidades.
No teníamos prisa, y negligentemente avanzamos, deteniéndonos a cada instante para contemplar el paisaje. Bastaba dejar quietos los remos para «oir» el silencio divino de la Naturaleza. El agua pasaba cantando, y del bosque venía ese zumbido tenue en que se funden las conversaciones de todas las hojas, las palpitaciones de todas las cañas, los susurros de todos los vientos.
Íbamos oblicuando de ribera a ribera, a fin de ver todos aquellos rincones de misterio, de contemplar la intensa entonación verde del agua dormida bajo las frondas.
Un soplo furtivo rizaba la linfa, que parecía estremecerse como una mujer desnuda y friolenta.
A veces, grandes aves acuáticas levantaban el vuelo, graznando, y extendían luego en majestuosa inmovilidad las enormes alas, señoras del espacio.
Los propietarios de estos bosques son un secretario de Embajada que reside en Londres, un marqués que hace todo el año vida de hotel elegante, un industrial que trabaja afanosamente en París.
Vienen unos cuantos días después de la apertura de la caza a matar patos silvestres, para lo cual han disimulado en los boscajes ribereños dos o tres cabañas entretejidas de lianas.
Nuestro amigo el molinero, que estuvo mucho tiempo en Cuba y que se ha establecido aquí, arrendando a uno de los propietarios una parcela de terreno para construir en ella su molino, es, con su mujer y su hijo, el único morador de estas riberas.
No hay botes de petróleo, ni cayucos aguzados, ni velas crepitantes que turben este santo sueño del lago. El agua refleja siempre pura la gloria del sol en su amplia faceta de jade, engastada en el esmalte de las riberas.
Después de una hora de remo, varamos nuestro bote en una orilla tapizada de gramíneas y ascendemos por las escarpaduras del monte, entre los abundosos pinares.
Arriba tampoco hay alma viviente ni caminos definidos.
Un vago sendero nos lleva a unas chozas, detrás de una palizada.
Las gallinas, medrosas y alharaquientas, saltan y corren entre los aperos de labranza. Una mujer, rodeada de tres niños, interrumpe la labor que hacía y se pone en pie, sorprendida profundamente. Le preguntamos si pasa por ahí cerca la gran carretera, y nos señala una lejana línea de árboles.
Vamos hacia allá ensordecidos por el ladrar de un perro hético que no puede resignarse a vernos en su soledad, y después de recorrer unos doscientos metros a campo traviesa damos en el amplio camino.
Hemos querido saber si el lago en alguna parte es más accesible, si se halla en algún paraje ceñido por carreteras; pero no, ya estamos tranquilos: los grandes caminos lo desconocen, el turismo inquieto no vendrá aún a profanar estas riberas calladas; ninguna sociedad anónima descubrirá por ahora virtudes maravillosas a las fuentes que forman este caudal apacible; ningún médico de moda enviará a sus enfermos a respirar estos aires. Las odiosas villas no erguirán todavía sus torreones multicolores entre estas arboledas.
¡Bendito sea Dios!
*
Volvemos a embarcarnos. La tarde cae rápidamente, y la paz del lago es más honda y encantadora. Al fin nos penetra y envuelve, nos satura el alma; y lenta, muy lentamente, agitamos los remos, corrigiendo sólo de vez en cuando la dirección del barquichuelo.
Poseer aquí unos metros cuadrados de ribera, construir una modesta vivienda, comprar un bote y venirse a pasar el verano en el recogimiento y la placidez de estas aguas.
Traer consigo un bello libro y soñar o pensar suavemente en los lentos crepúsculos de Agosto.
Sestear en los remansos penumbrosos; dormitar oyendo el chapoteo de la onda clara.
... No acordarse de que el mundo existe:
Esto desearíamos...
Pero al volver adonde nos aguarda nuestro amigo el molinero, que nos ofrece un vaso de leche riquísima, su mujer, una locuaz e impetuosa francesa, nos cuenta que se muere de tedio allí, que en las noches tiene un miedo atroz, que ansia la sociedad de sus semejantes, que... dejaría aquel paraíso muy gustosa, por vivir en la ciudad lejana, en la ciudad hirviente y trivial.
Mi amigo y yo la contemplamos con tristeza; el molinero sonríe melancólico y nos dice:
—Esto no estará siempre así, tan solitario. En cuanto concluya mi molino, organizaré algún reclamo. Vendrán los turistas. Podrán comer aquí. Tendré mejores botes para pasear por el lago.
—Y el lago entonces,— interrumpe amargamente mi amigo,— será tan estúpido y vulgar como todos los lagos de todas las ciudades y paseos del mundo, y habrá gente que comerá salchichón en sus riberas, y nosotros no volveremos jamás...
Nos despedimos y nos alejamos, ya entre el pardear de la tarde, mientras la gran esmeralda del agua parece una enigmática pupila que se entorna.
¡Qué silencio el de la noche que viene! ¡Cómo temblarán en ese gran espejo las estrellas!
Acaso irá a bañarse en un remanso la última hada.
Acaso...
El automóvil corre fantásticamente por la gran carretera. Ya llegamos a la ciudad, ya la hemos atravesado. Ya brilla la gran luz intermitente del faro del balneario. Ya se iluminan las ventanas del hotel.
¡Ya todo se desvaneció como una mentira!
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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