El sexto sentido
Amado Nervo
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La humanidad, amigo mío, dijo el sabio, ha rondado hace siglos alrededor de ese muro invisible que le esconde el futuro, sin acertar jamás a salvarlo, para ver lo que acontece del otro lado, a pesar de su infinita curiosidad. Quizá debe ser así, quizá no debemos quejarnos de esto. ¡Quién sabe si el hombre no está preparado aún para ver las cosas que se encuentran más allá del hoy! ¡Imagínese usted el terror, el desconcierto, el desaliento que se apoderarían de nosotros si vislumbrásemos nuestro destino! ¡Quién tendría ánimos para seguir viviendo! El fantasma de la muerte se erguiría implacable cerrándonos el paso... Caeríamos en la desesperación. Cuando el hombre sea más sabio, más sereno, más fuerte, sus sentidos se afinarán de tal manera, que les será dado ver, por fin, lo que está detrás del muro enigmático... Este muro, continuó el doctor, no es, por lo demás, tan cerrado e impenetrable como se supone. Hay grietas, hendiduras por donde puede uno asomarse y atisbar algo; por donde de hecho se han asomado los profetas, los visionarios, las pitonisas, las sibilas... Lo inconsciente y lo consciente están ligados por un tenue pasadizo... Ciertos seres privilegiados se aventuran en él, y vislumbran con más o menos certeza las arquitecturas vastas del porvenir, como desde un balcón se presiente el dédalo de calles y palacios de la ciudad en tinieblas...
—¿De suerte que usted insinúa la posibilidad de que todos veamos el futuro?
— Ya lo creo; y antes de dos siglos, buena parte de la humanidad, los más afinados, lo verán sin duda... Ahora mismo, dados los adelantos admirables de la histología, un Ramón y Cajal... yo mismo, vamos, podría acaso dar a un cerebro, mediante operación relativamente sencilla, esa facultad de percatarse del mañana, de conocerlo, de verlo con la misma visión clara y precisa que se ve el ayer... Esto nada tiene en suma de extraordinario— siguió el doctor, sonriendo de la expresión de asombro que advertía en mi semblante:— ¡Quién sabe si, desplazando ligeramente un lóbulo cerebral, si orientando de diferente modo la circunvolución de Broca, o desviando un haz de nervios, como asienta un perspicaz pensador, se lograría el milagro!... ¿Pero habría hombre que se atreviese a ponerse en nuestras manos para esa operación?
—Sí que lo habría, doctor— exclamé yo con vehemencia—; sí que lo habría, y aquí lo tiene usted a sus órdenes... Es decir, aquí me tiene usted.
—¡Cómo! ¿Sería usted capaz?...
—Ya lo creo... ¿Pero usted no sabe que hace muchos años, una curiosidad inmensa, la curiosidad del misterio, me abrasa las entrañas? Yo no vivo sino para interrogar a la esfinge, rabiosamente... Sólo que la esfinge no me responde...
— Y si sustituye usted su felicidad... su relativa felicidad actual, por un infierno, tal como no lo soñó Dante... si va usted a padecer el suplicio inefable de ver acercarse el mal, la desgracia, la catástrofe, con toda claridad y evidencia, sin poder evitarlos... ¿se imagina usted la situación de un pobre hombre que estuviese ligado fuertemente a los rieles de un ferrocarril, y que viese avanzar, implacable, la locomotora, que vendría a triturarlo, a desmenuzarlo, a untarlo sobre la vía, sin poder siquiera moverse un ápice, desviarse ni el espesor de un cabello? Pues poco más o menos sería esa la situación del hombre que viese el porvenir, más espantosa aún por más lenta... Esto, en cuanto a las catástrofes. Las alegrías futuras, que con su expectación podrían compensarle de tales horrores, también le atormentarían a su manera; es decir, que nuestro mártir viviría devorado por la impaciencia de la dicha ventura, cuya llegada no le sería dable anticipar... Sería su alma como la novia que espera una cita con ansiedad inmensa, y que no puede adelantar la hora en el reloj tardo e implacable. Otro motivo, y muy grande, de cuita consistiría en prever la desaparición de los que amamos. Imagínese usted por un momento que, joven como es usted (veintiocho años apenas, ¿no es cierto?), se ha unido por amor, un amor infinito, a la mujer de sus ensoñaciones; que su vida, al lado de ella, es el paraíso por excelencia; y que gracias a la maldita facultad de ver el futuro, adquirida merced a la operación que yo le haría, empieza a ver a la amada palidecer levemente dentro de un año, dentro de dos o tres, ir languideciendo todos los días sin remedio, y por fin morir en sus brazos... En vano, espantado, se volverá usted hacia el presente, se refugiará temblando en el hoy delicioso, en vano se echará en los brazos de la esposa dilecta: la visión persistirá, porque no es sosa del ensueño ni de la pesadilla, sino la definición precisa del hecho futuro, del hecho existente ya; porque, en realidad, todo: el pasado, el presente y el futuro, existen de una manera simultánea en el mismo plano, en la misma dimensión; sólo que nuestra visión actual está limitada a una zona, como está limitado nuestro oído, que no percibe más que cierta amplitud de vibraciones, y nuestro ojo que no ve más que ciertos colores... ¡En! ¿qué piensa usted de ese tormento que le he descrito?
—¡Que sería inquisitorial, amigo mío; de un horror psicológico superior a todos los cuentos de Poe... pero que no me arredra! El prestigio de la situación es tal, a pesar de la angustia inenarrable que trae aparejada, y tal la novedad del caso, que en mí puede más la curiosidad que el miedo...
—¿Pero habla usted en serio?— exclamó el sabio con un tono de voz que yo no le conocía. — Mire usted que, para la ciencia, sería este experimento de que hablamos de un valor incalculable; mire usted que cambiaría el eje moral e intelectual del mundo; mire usted que el sabio que realizase con éxito este experimento, se volvería casi un Dios...
—Pues inténtelo usted, doctor— le repliqué, estremeciéndome sin embargo, a pesar mío—; aquí tiene usted un sujeto decidido, un paciente dócil... Si se logra en mí la mutación, ambos compartiremos la gloria: usted, realizando el milagro, y yo, gracias a mi temeridad inmensa, pudiendo decir al mundo sus destinos... Seré un vidente mayor que todos los profetas, un oráculo superior a todos los oráculos; nunca en Delfos se agolparían las multitudes ansiosas como se agolparán a mi puerta, invadidas por el estremecimiento del enigma...
—La ciencia, amigo mío— dijo el doctor, con la misma voz de matiz grave y austero—, le deberá a usted más que ha debido a hombre alguno... Pero, francamente, dudo que, llegado el momento, usted tenga el valor...
—Hace usted mal en dudarlo, doctor. Yo soy así, temerario, quizá por el deseo inmenso de sensaciones nuevas que maten el espantoso tedio de mi vida; quizá por orgullo, por la vanidad de las situaciones excepcionales... ¡qué sé yo! Pero jure usted que si, por ejemplo, se inventase un vehículo para ir a una estrella, y se buscase un hombre capaz de ensayarlo, sería yo ese hombre, aun a sabiendas de que jamás volvería a la tierra, de que por cualquier error en los cálculos podría quedarme en el espacio, rondando alrededor de un astro, e incapaz de abordarlo...
—Comprendo su estado de ánimo, y veo con inmenso placer que es usted mi hombre. Haremos, pues, un pacto, un gran pacto, único en la historia del mundo, y usted se sujetará a la prueba. Pero antes he de ensayar, no una, sino cien veces esta operación en animales diversos, especialmente en monos y en perros; claro que no van ellos a poder decirme si ven el futuro, pero habrá indicios seguros, aun procediendo de sus cerebros embrionarios; y además, lograré saber con certidumbre dos cosas: primera, que la operación es practicable sin peligro alguno de la vida, y segunda, que no trae como consecuencia la locura.
—Ensaye usted, doctor, cuanto guste; y así que esté seguro de la pericia y firmeza de su mano, dígamelo, para ir a extenderme sobre la mesa de su clínica, de donde he de levantarme sabiendo tanto como los dioses...
—De acuerdo — exclamó sencillamente el doctor.
Y nos estrechamos la diestra, con la decisión grave y casi teatral de quien sella un compromiso inmenso.Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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