El diamante
Cuentos y Leyendas Populares
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Un honrado padre de familia, cargado de años y de haciendas, quiso arreglar de antemano la herencia entre sus tres hijos, y repartirles sus bienes, fruto de sus trabajos y de su industria.
Después de haber hecho tres partes iguales, y de haber asignado a cada uno su lote:
—Me queda—dijo—un diamante de gran precio, que destino a aquel de vosotros que mejor sepa merecerlo por medio de alguna acción noble y generosa, y os señalo tres meses para poneros en estado de obtenerlo.
Los tres hijos emprendieron cada uno su camino para reunirse el día señalado, en que se presentaron ante su juez, y el mayor contó lo siguiente:
—Padre mío, durante mi ausencia, un extranjero se ha encontrado en circunstancias tales, que le han obligado a confiarme toda su fortuna. No tenía de mí prueba alguna ni indicio alguno del depósito; pero yo se lo entregué con toda fidelidad: ¿no creéis digna de alabanza esta prueba de honradez?
—Hijo mío—respondió el viejo: has cumplido con tu deber; el que es capaz de obrar de distinto modo, es indigno de vivir entre los hombres, haciéndose el blanco del oprobio universal; debería morir de ver- güenza, porque la probidad es uno de nuestros más sagrados deberes; tu acción es una acción justa, no una acción generosa.
El segundo hijo pleiteó su causa en estos términos:
—En mi viaje me he encontrado a la orilla de un lago, en el que acababa de caer un niño, que sin duda se habría ahogado a no haberme arrojado al agua para salvarle, en presencia de los habitantes del pueblo inmediato, que puede atestiguar el hecho.
—En hora buena—dijo el padre;—pero esta acción no es noble: es humana.
En fin, el último de los tres hermanos tomó la palabra, y con el rostro lleno de confusión y en un tono tímido:
-Padre mío—dijo:—he encontrado a mi mortal enemigo, quien, habiéndose extraviado por la noche, se había quedado dormido en el borde de un abismo; al movimiento más leve que hubiese hecho al despertar, debía precisamente caer en él; su vida estaba en mis manos; yo me he acercado para despertarle con las debidas precauciones, y le he salvado.
—¡Ah!, hijo mío—exclamó el buen viejo transportado de alegría y abrazándolo con ternura:—a ti se debe el premio sin duda alguna; toma, ahí tienes la sortija que con tan noble y generosa acción has merecido.
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