Las voces queridas que se han callado
Horacio Quiroga
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Hay personas cuya voz adquiere de repente una inflexión tal que nos trae súbitamente a la memoria otra voz que oímos mucho en otro tiempo. No sabemos dónde ni cuándo; todo ello fugitivo e instantáneo, pero no por esto menos hondo. La impresión, sobrado inconsistente, no deja huella alguna; y justamente lo contrario fue lo que nos pasó a Arriola y a mí, cierta vez que veníamos de Corrientes.
El muchacho tenía diez u once años. Era delgado, pálido, de largo cuello descubierto y ojos admirables. Estaba en el salón, sentado con varios chicos a nuestra mesa vecina, y cuando oímos su voz Arriola y yo nos miramos. Era indudable: habíamos sentido la misma impresión; y tan bien la leímos mutuamente en nuestros ojos que aquel se echó a reír con su portentosa gravedad local.
-¡Pero es sorprendente! -le dije-. ¿A usted también le ha hecho el mismo efecto?
-¡El mismo! ¡Es una voz que he oído mucho, pero mucho!
-Sí, y una voz querida...
-Y de mujer...
-Muerta ya ...
Coincidíamos de un modo alarmante. Lo que él observaba era exactamente lo que sentía yo, y viceversa. Estábamos sinceramente inquietos. Cada vez que el muchacho decía algo -con sus inflexiones falseadas de voz que está cambiando- tornábamos a mirarnos. ¡Pero dónde, dónde la habíamos oído! Yo había evocado ya en un segundo todas las voces más o menos queridas, y es de suponer que Arriola no había hecho cosa distinta. Y no la hallábamos. Mas a cada palabra del chico sentíamos que nuestros corazones se abrían estremecidos de par en par a esa voz que remontaba. ¿De dónde?
Había algo más: ¿por qué ambos sentíamos lo mismo? Bien comprensible que él o yo hubiéramos amado mucho a una persona muerta cuya voz renacía en la garganta de muchacho débil. Pero los dos, al mismo tiempo...
-¡Qué notable! -murmuraba Arriola, sin apartar sus ojos de los míos, mientras oíamos-. ¡Estoy seguro de que he querido locamente esa voz!
-Yo, igual. ¿Cómo diablos hemos amado a la misma?...
Consideramos todo lo que es posible de tal rareza, y cuando tres días después llegábamos a Buenos Aires, Arriola se separaba de mí con la certeza de que en la bella mirada del chico había algo más.
Como, en concepto general, dudo de las manifestaciones de Arriola cuando son excesivas, no sé hasta qué punto pudo él haber oído la imploración de su alma a esa muerta voz de amor que llegaba otra vez a acariciarla. Pero sé de mí que mi corazón habíase abierto con ansiosa sed de toda la dicha que ya conocía y tornaba a prometerle su inflexión.
Yo no recordaba ninguna mujer que hubiera tenido ese timbre. Haberla amado en una existencia anterior, y justamente en compañía de mi amigo, era bastante inadmisible, tanto como en esta suposición: la personita -debiendo haber sido mujer, predestinada a un cuádruple amor, de Arriola y yo a ella y de ella a ambos- había nacido equivocadamente varón.
Mas corrieron veinte días. Arriola había vuelto a Corrientes, y haciéndolo yo a casa, una tarde, vi pasar al muchacho en cuestión. Lo llamé.
-¡Buenas tardes, compañero de viaje! ¿Te acuerdas de mí?
El chico se puso colorado, muy contento.
-Sí; usted venía con un señor... De voz muy gruesa...
-Eso es. ¿Vives aquí? En Barracas...
Díjele que fuera a verme a casa al día siguiente, y esa noche telegrafié a Arriola:
Encontré muchacho. Voz igual.
Y la respuesta:
Alégrome. No olvido impresión. Averigüe algo.
Tenía probablemente más interés que él de saber. Había vuelto a sentir la sacudida primera y, para mayor turbación, a las respuestas del muchacho mi alma respondía con un eco de amor, como si antes, antes hubiera tenido las mismas de ella.
No es, sin embargo, sensato permitir que el propio corazón cree y llore por su cuenta amores que ignoramos en absoluto. Decidí hacer hablar al chico y que me mirara bien con sus bellos ojos... ¡Sus ojos!... Me detuve bruscamente. ¡Eran ojos de mujer, sin duda! Y si su hermana tiene la misma voz y la misma mirada... Una predestinación de raciocinio, en verdad. Pero claro se nota que el nuevo giro -pudiendo ser tan absurdo como los anteriores- era al menos extraordinariamente agradable.
Un día después el chico venía a verme. Supe que eran pobres, que él se emplearía, por supuesto, si no debiera trabajar mucho porque no era fuerte, y que en efecto tenía una hermana.
Cuatro horas más tarde llegaba a su casa, dos pobres piezas en Barracas. La madre mostrose muy agradecida a mi solicitud, pero la muchacha no tenía los ojos del hermano dueña, en cambio, como de una enagua de bombasí, de una doméstica y robusta voz.
Al oír mi nombre, la madre mirome con atención y discreto cariño.
-Perdóneme la indiscreción, señor Correa: ¿su familia es de Mercedes?
-Sí, señora.
Volvió a observarme detenidamente.
-He conocido mucho a su papá...
Salí lleno de curiosidad por el inesperado giro de mi amor muerto, y torné al telegrama, esta vez a mi madre:
¿Conoces familia R.? Escríbeme en seguida.
La carta llegó, bastante agria, por otro lado, para la aludida. La familia había vivido en mi pueblo natal, más o menos en la época del nacimiento de mi amiguito, y ella, mi madre, no tenía fuertes motivos para querer a la del chico.
¡Roto, mi encanto! Mi alma se había equivocado buenamente, sintiendo dulzuras de amor femenino en las inflexiones de una voz que no era sino hermana suya.
Y en ese momento me acordé de golpe: ¿Y Arriola? ¿Qué tenía que ver Arriola con todo esto, y por qué él también había sentido?...
Como se ve, la nueva complicación era suficientemente grotesca para motivar otro telegrama, esta vez urgente y recomendado:
Muchacho acaso pariente mío. ¿Qué hacemos de usted?
A lo que Arriola respondió:
No sea estúpido. Abrazos.
Caras y Caretas, Buenos Aires,
Año XI, N° 529, 21 noviembre 1908
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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