El premio gordo
Emilia Pardo Bazán
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Allá en tiempo de Godoy, el caudal de los Torres-nobles de Fuencar se contaba entre los más saneados y poderosos de la monarquía española. Fueron mermando sus rentas las vicisitudes políticas y otros contratiempos, y acabó de desbaratarlas la conducta del último marqués de Torres-nobles, calaverón despilfarrado que dio mucho que hablar en la corte cuando Narváez era mozo. Próximo ya a los sesenta años, el marqués de Torres-nobles adoptó la resolución de retirarse a su hacienda de Fuencar, única propiedad que no tenía hipotecada. Allí se dedicó exclusivamete a cuidar de su cuerpo, no menos arruinado que su casa; y como Fuencar le producía aún lo bastante para gozar de un mediano desahogo, organizó su servicio de modo que ninguna comodidad le faltase. Tuvo un capellán que amén de decirle la misa los domingos y fiestas de guardar, le hacia la partida de brisca, burro y dosillo (tales sencilleces divertían mucho al ex-conquistador), y le leía y comentaba los periódicos políticos más reaccionarios; un mayordomo o capataz que cobraba a toca-teja y dirigía hábilmente las faenas agrícolas ; un cochero obeso y flemático que gobernaba solemnemente las dos mulas de su ancha carretela; un ama de llaves silenciosa, solícita, no tan moza que tentase ni tan vieja que diese asco; un ayuda de cámara traído de Madrid, resto y reliquia de la mala vida pasada, convertido ahora a la buena como su amo, y discreto y puntual ahora y antes; y por último, una cocinera limpia como el oro, con primorosas manos para todos los guisos de aquella antigua cocina nacional, que satisfacía el estómago sin irritarlo y lisonjeaba el paladar sin pervertirlo. Con ruedas tan excelentes, la casa del marqués funcionaba como un reloj bien arreglado, y el señor se regocijaba cada vez más de haber salido del golfo de Madrid a tomar puerto y carenarse en Fuencar. Su salud se restablecía; el sueño, la digestión y demás funciones necesarias al bienestar de esta pobre túnica perecedera que sirve de cárcel al espíritu, se regularizaban, y en pocos meses el marqués de Torres-nobles echó carnes sin perder agilidad, enderezó algo el espinazo, y su sano aliento indicó que ya la feroz gastralgia no le roía el estómago.
Si el marqués vivía bien, no lo pasaban mal tampoco sus servidores. Para que no le dejasen les pagaba mejores soldadas que nadie en la provincia, y además los obsequiaba a veces con regalos y mimos. Asi andaban ellos de contentos: poco trabajo, y ese metódico e invariable; salario crecido, y de cuando en cuando sorpresitas del dadivoso marqués.
El mes de Diciembre del año antepasado, hizo más frío de lo justo, y la dehesa y término de Fuencar se envolvieron en un manto de nieve como de una cuarta de grueso. Huyendo de la soledad de su gran despacho, bajó el marqués de noche a la cocina del cortijo, y buscando por instinto de sociabilidad invencible, la compañía del hombre, se arrimó al hogar, calentó la palma de las manos castañeteando los dedos, y hasta se rió de los cuentos que con chuscada andaluza referían el capataz y el pastor, y reparó que la cocinera tenía muy buenos ojos. Entre otras conversaciones más o menos rústicas que le divirtieron, oyó que todos sus criados proyectaban asociarse para echar un décimo a la lotería de Navidad.
Al día siguiente, muy temprano, el marqués despachaba un propio a la ciudad próxima, y anochecía cuando el bondadoso señor penetró en la cocina blandiendo unos papeles, y anunciando a sus domésticos, con suma benignidad, que había cumplido sus deseos tomando un billete del sorteo inmediato, billete en el cual les regalaba dos décimos quedándose él con ocho, por tentar también la suerte. Al oir tal, hubo en la cocina una explosión de alegría, con vivas y bendiciones hiperbólicas; sólo el pastor, viejo cano, zumbón y sentencioso, meneó la cabeza, afirmando que el que echaba con señores «espantaba la suerte», de lo cual le pesó tanto al marqués, que condenó al pastor a no llevar ni un real en los décimos consabidos.
Aquella noche el marqués no durmió tan a pierna suelta como solía desde que Fuencar le cobijaba; le desvelaron algunos pensamientos de esos que sólo mortifican a los solterones.. No le había gustado pizca la avidez con que sus criados hablaban del dinero que podía caerles. — ¡Esa gente — decíase el marqués — no aguardaría sino a llenar la bolsa para plantarme! ¡Y qué planes los suyos! ¡Celedonio (el cochero), habló de poner taberna... para beberse el vino sin duda! ¡Pues la pazguata de doña Rita (era el ama de llaves), no sueña con establecer una casa de huéspedes! Digo, y lo que es Jacinto (era el ayuda de cámara), bien se calló, pero miraba con el rabo del ojo a esa Pepa (la cocinera), que, vamos, tiene su sal... Juraría que proyectan casarse. ¡Bah! (al exclamar ¡bah! el marqués de Torres-nobles dio una vuelta en la cama y se arropó mejor, porque se le colaba el frío por la nuca); en resumidas cuentas, ¿qué me importa todo ello? El premio gordo no nos ha de caer y así... tendrán que aguardarse por las mandas que yo les deje! Y a poco rato el buen señor roncaba. Dos días después celebrábase el sorteo, y Jacinto, que era más listo que Cardona, se las compuso de modo que su amo tuviese que enviarle a la ciudad en busca de no sé qué provisiones u objetos indispensables. La noche caía, nevaba a más y mejor, y Jacinto aún no había vuelto, a pesar de salir muy de madrugada.
Estaban los criados reunidos en la cocina, como siempre, cuando sintieron las opacas pisadas del caballo sobre la nieve fresca, y un hombre, en quien reconocieron a su compañero Jacinto, entró como una bomba. Estaba pálido, temblón y demudado, y con ahogada voz acertó a pronunciar:
—i El premio gordo !!!
Hallábase a la sazón el marqués en su despacho, y, las piernas arrebujadas en tupida manta, chupaba un habano, mientras el capellán le leía la política menuda de El Siglo Futuro. De pronto, suspendiendo la lectura, ambos prestaron oído al estrépito que venía de la cocina. Parecióles al principio que los criados disputaban, pero a los diez segundos de atender se convencieron de que no eran sino voces de júbilo, tan desentonadas y delirantes, que el marqués, amostazado y teniendo por comprometida su dignidad, despachó al capellán a informarse de lo que ocurría e imponer silencio. No tardó tres minutos en regresar el enviado, y dejándose caer sobre el diván, pronunció con sofocado acento : ¡Me ahogo! » y se arrancó el alzacuello y se desgarró el chaleco por querer desabrocharlo... Corrió en su auxilio el marqués, y abanicándole el rostro con El Siglo Futuro logró oir brotar de sus labios una frase entrecortada :
— El premio gordo... nos ha tocaaa...ado el prem...
A despecho de sus achaques, brincó hasta la cocina el marqués con no vista ligereza, y llegando al umbral, detúvose atónito ante la extraña escena que allí se representaba. Celedonio y doña Rita bailaban no sé si el jaleo o la cachucha, con mil zapatetas, saltando como monigotes de saúco electrizados; Jacinto, abrazado a una silla, valsaba rauda y amorosamente; Pepa hería con el rabo de un cazo la sartén, haciendo desapacible música, y el capataz, tendido en el suelo, se revolcaba, gritando o mejor dicho aullando salvajemente: «¡Viva la Virgen!» Apenas divisaron al marqués, aquellos locos se lanzaron a él con los brazos abiertos, y sin que fuese poderoso a evitarlo lo alzaron en volandas, y cantando y danzando y echándoselo unos a otros como pelota de goma lo pasearon por toda la cocina, hasta que viéndole furioso lo dejaron en el suelo; y aun fue peor entonces, pues la cocinera Pepa, cogiéndole por el talle, quieras que no quieras le arrastró en vertiginoso galop, mientras el capataz, presentándole una bota de vino, se empeñaba en que probase un trago, asegurando que el licor era exquisito, cosa que él sabia a ciencia cierta por haber trasegado a su estómago casi toda la sangre de la bota.
Así que pudo el marqués soltarse, refugióse en su habitación, con ánimo de desahogar su enojo refiriendo al capellán la osadía de sus criados y platicando acerca del premio gordo. Con gran sorpresa vio que el capellán salía envuelto en su capote y calándose el sombrero.
— ¿A dónde va Vd., don Calixto, hombre de Dios?— exclamó el marqués admirado.
Pues, con su licencia, don Calixto iba a Sevilla, a ver a su familia, a darle la alegre nueva, a cobrar en persona su parte de décimo, un confite de algunos miles de duros.
— i Y me deja Vd. ahora ? ¿ Y la misa? y...
En esto asomó por la puerta su hocico agudo el ayuda de cámara. Si el señor marqués le daba permiso, él también se marcharía a recoger lo que le tocaba. El marqués alzó la voz, diciendo que era preciso tener el diablo en el cuerpo para largarse a tales horas y con una cuarta de nieve, a lo cual respondieron unánimes don Calixto y Jacinto que a las doce pasaba el tren por la estación próxima, que hasta ella llegarían a pié o como pudiesen. Y ya abría el marqués la boca para pronunciar: «Jacinto se quedará, porque me hace falta a mí,» cuando a su vez se encuadró en el marco de la puerta la rubicunda faz del cochero, que sin pedir autorización y con insolente regocijo venía a despedirse de su amo, porque él se largaba, ¡ea! a coger esos monises.
—¿Y las mulas? — vociferó el amo. — ¿Y el coche, quién lo guiará, vamos a ver?
— Quien vuecencia disponga;.. ¡Como yo no he de cochear más!... — respondió el auriga volviendo la espalda y dejando paso a doña Rita, que entró no medrosa y pisando huevos como solía, sino toda despeinada, alborotadica y risueña, agitando un grueso manojo de llaves, que entregó al marqués advirtiéndole:
— Sepa vuecencia que ésta es de la despensa... ésta del ropero... ésta del...
— ¡Del demonio que cargue con Vd. y con toda su casta, bruja del infierno! ¿Ahora quiere Vd. que yo saque el tocino y los garbanzos, eh? Váyase Vd. al...
No oyó doña Rita el final de la imprecación, porque salió pitando, y tras ella los demás interlocutores del marqués, y en pos de éstos el marqués mismo, que les siguió furioso al través de las habitaciones y estuvo a punto de alcanzarles en la cocina, sin que se atreviese a seguirles al patio por no arrostrar la glacial temperatura. A la luz de la luna que argentaba el piso nevado, el marqués les vio alejarse, delante don Calixto, luego Celedonio y doña Rita de bracero, y por último Jacinto muy cosido a una silueta femenina que reconoció ser Pepa la cocinera... ¡Pepilla también! Tendió el marqués la vista por la cocina abandonada, y vio el fuego del hogar que iba apagándose, y oyó una especie de ronquido animal... Al pié de la chimenea, muy esparrancado, el capataz dormía la mona.
A la mañana siguiente, el pastor, que no quiso “espantarla suerte”, hizo para el marqués de Torres-nobles de Fuencar unas migas y un ajo molinero, y así pudo este noble señor comer caliente el primer día en que se despertó millonario.
***
Me parece excusado describir la suntuosa instalación del marqués en Madrid; lo que sí no debe omitirse es que tomó un cocinero cuyos guisos eran otros tantos poemas gastronómicos. Se cree que los primores de tan excelso artista, saboreados con excesiva delectación por el marqués, le produjeron la enfermedad que le llevó a la tumba. No obstante, yo creo que el susto y caída que dio cuando se desbocaron sus magníficos caballos ingleses, fue la verdadera causa de su fallecimiento, ocurrido a poco de habitar el palacio que amuebló en la calle de Alcalá.
Abierto el testamento del marqués, se tío que dejaba por heredero al pastor de Fuencar.
Extraído de "La dama joven" y otros cuentos publicado en 1885
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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