Sin respuesta
Emilia Pardo Bazán
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He aquí la relación que hizo el viudo -uno de los poquísimos inconsolables que se encuentran:
De Águeda Salas corría un rumor: que no se casaría jamás, y que si por caso improbable llegase a encontrar marido, sería infinitamente desgraciada, abandonada al día siguiente.
Quien la viese en la calle o en el teatro no se explicaría estas voces. ¿Por qué había de ser incasable Guedita? Mire usted este retrato: conmigo lo llevo siempre. Me parece que es toda una hermosa mujer, y que no me ciega la pasión. Ahí no ve usted sino las facciones: falta el color, lo más notable que tenía. Los ojos eran verdes y claros como el agua del mar en los huecos de las peñas, el pelo castaño y con resplandores rubios y la tez tan fina y tan blanca, que no he visto otra como ella. Lo más particular era la oposición que hacían en aquella blanca piel los labios acarminados, de un color de sangre viva, que, según las malas lenguas, se debía a la pintura. Y no se debía: ¡me consta!
En la calle, por las aceras de Recoletos y el pinar de Alcalá, seguía a Guedita infinidad de moscones. Eso también es positivo: como que lo presencié. Y me extrañó, porque recordaba lo que decían de ella. Entonces empecé a fijarme, a seguirla yo, sin darle importancia a la cosa, por todos los sitios públicos, y a enterarme de sus condiciones. Los informes redoblaron mi curiosidad: se desprendía de ellos que Guedita, lejos de ser incansable, reunía todas las condiciones que facilitan la colocación de una muchacha. Sin que descendiese de la pata del Cid, era de familia estimadísima; sin contarse entre las millonarias, tenía suficiente hacienda, heredada ya de su madre, y para más ventaja, sólo un hermano, que seguía la carrera de Marina, y que sería cuñado poco molesto. A mí, personalmente esto no me hubiese decidido: si algo me arrastró, fue el contraste entre tales noticias y las profecías contra Águeda.
Nadie las razonaba: todo se volvía meneos de cabeza, gestos, cuchicheos de amigas entre sí... Y me entró una indignación, que todavía no se me ha quitado, y murmuré para mis adentros: «Me parece, me parece que se casa Guedita.»
Yo no la trataba aún; no me habían presentado a ella. Me advirtieron, y en esto acertaban, que sería difícil la presentación, porque Águeda evitaba concurrir a reuniones, lo cual acabó de ganar mis simpatías; yo soy también peña y retraído, tengo contados amigos y solo me complazco en la intimidad. Pero, en el teatro, mis miradas no se apartaban del palco de Águeda y después de una campaña de gemelos se me figuró que correspondía con mirar dulce, furtivo y triste.
Ya decidido, y más interesado de lo que creía, quise, sin embargo, antes de dar un paso que me comprometiese, adoptar precauciones que aconsejaba la prudencia. Llamé a capítulo a un pariente mío, persona seria, le confesé mi inclinación y le pedí consejo.
-Te ruego -le dije- que no me ocultes la verdad, si es que la conoces; y si no, que la averigües, porque a mí no me la han de describir; todos me embroman con Águeda ya. Si hay en su breve pasado, en su familia, una de esas manchas de honor...
-No -me respondió el interrogado-. Nada de manchas ni de deshonras. La causa de esas profecías sobre el casamiento de Águeda es diferente, muy prosaica y muy vulgar. ¿Cómo te lo explicaré, que no hiera tu entusiasmo? ¿No has oído tú comparar a las mujeres con las flores? ¿No has oído repetir que es una inferioridad en el pensamiento y en la camelia carecer de aroma? ¿Qué te parecería una flor que en vez de despedir gratas emanaciones o ser buenamente inodora, exhalase...?
-¡Basta! -exclamé con repugnancia, sublevado, a punto de pegarle-. ¡Eso es una invención ridícula, una patraña burda! Sin haberme acercado a ella jamás, sostengo que quien tal dice miente por la gola, y poco he de tardar en desmentirlos autorizadamente.
-Ya sabía yo -repuso él- que es tonto contarle verdades a un enamorado. Y sardónico añadió: -Acércate...
Me acerqué; conseguí ser presentado a Guedita en casa de unas señoras que recibían por la tarde, en confianza, a dos o tres personas. El temor de perder mi ilusión me hacía latir el pecho. Temblaba al aproximarme. Temblaba con tanto mayor motivo, cuanto que una de las dueñas de la casa me había dicho por lo bajo:
-Aunque note usted la desgracia de la pobrecita, no lo deje ver. ¡Le da tanta pena!
Momentos después... me había cerciorado de lo embustero, de lo pérfido que es el mundo. Momentos después... una furiosa rabia retostaba mi sangre, y hubiese dado algo bueno por coger del pescuezo a los calumniadores, juntos en haz, y retorcerlos, como quien retuerce un puñado de paja antes de pegarle fuego. ¡Si yo estaba seguro! ¡Si lo juraba, que la boca bermeja, tan pequeña y bonita, con sus dientes de piñón mondado, no exhalaba, no podría exhalar más que un hálito fragante como la brisa que pasa sobre jardines... y que no es más pura el agua reposada en cristal!
Lo demás... se adivina. Nuestros amores fueron breves y muy intensos. Ella no cesaba de preguntarme: «Pero ¿de veras me quieres?», porque sin duda la calumnia le había quitado toda esperanza de inspirar amor. Como ningún obstáculo se oponía a nuestros deseos, nos casamos en un relámpago, y por voluntad expresa de la novia se hizo la boda sin ruido, y nos fuimos a disfrutar la luna de miel a mi hacienda de Córdoba, resueltos, si nos encontrábamos bien, a prolongar la estancia. Y tan bien, tan divinamente nos encontramos, que allí pasamos los tres años felices de mi vida; los tres años tejidos de ventura, en los cuales, si los ángeles envidian, pudieron envidiarnos. Siempre que yo le proponía a Guedita volver a Madrid o emprender algún viaje que la distrajese, infaliblemente me respondía:
-No se debe nunca variar cuando se está a gusto. Es tentar a la mala suerte. Déjame que viva y respire...
¡Razón tenía! A los tres años corridos, su salud decayó. No podía comer: un fuego interior la consumía. Llamamos a un médico ilustre, que la conocía y la atendía desde niña. Cuando le pedí que me sacase de dudas, me encargó valor y me sentenció así:
-Durará más o menos, pero esperanza no hay.
Y como yo no quisiese conformarme y me entregase a conjeturas -lo de siempre, lo natural cuando queremos de veras-, agregó el doctor:
-El mal lo lleva desde hace tiempo en la masa de la sangre... El síntoma es la fetidez.
-¿Dónde está ese síntoma? -exclamé-. Su boca respira esencia de claveles y azahares.
-¿Habla usted en serio? -balbuceó, asombrado, el doctor-. Pues si yo iba a darle a usted algún preservativo, para que pudiese soportar... Porque ahora, con el padecimiento...
-¿Que si hablo en serio? Águeda tiene y ha tenido siempre un ramillete en los labios.
El médico, después de mirarme un instante fijamente, me pidió permiso, me examinó los oídos, la cara, el paladar, y habló no sé qué de obstrucción, de oclusión, para sacar en limpio que, por efecto de algunos catarros tenaces, que en efecto, yo había sufrido, uno de los sentidos corporales no ejercía sus funciones.
Y el viudo añadió melancólicamente:
-Después... han vuelto a reconocerme varios médicos, y todos conformes con el diagnóstico del primer doctor. Pero ¿sabe usted lo que no han conseguido explicarme? Que yo careciese de un sentido..., bueno... Que por esa carencia no notase lo que el resto de la humanidad notaba... corriente. Lo incomprensible es que, privado de ese sentido, percibiese y siga percibiendo, cuando me acuerdo de Guedita, aquel aroma mezclado de clavel y de azahar...
¡Ningún médico lo acierta! ¡Ninguno!
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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