El miedo a la muerte
Amado Nervo
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I
Se podría yo decir cuándo experimenté la primera manifestación de este miedo, de este horror, debiera decir, a la muerte, que me tiene sin vida. Tal pánico debe arrancar de los primeros años de mi niñez, o nació acaso conmigo, para ya no dejarme nunca jamás. Sólo recuerdo, sí, una de las veces en que se revolvió en mi espíritu con más fuerza. Fue con motivo del fallecimiento del cura de mi pueblo, que produjo una emoción muy dolorosa en todo el vecindario. Tendiéronle en la parroquia, revestido de sus sagradas vestiduras, y teniendo entre sus manos, enclavijadas sobre el pecho, el cáliz donde consagró tantas veces. Mi madre nos llevó a mis hermanos y a mí a verle, y aquella noche no pegué los ojos un instante. La espantosa ley que pesa con garra de plomo sobre la humanidad, la odiosa e inexorable ley de la muerte, se me revelaba produciéndome palpitaciones y sudores helados.
— ¡Mamá, tengo miedo!—gritaba a cada momento; y fué en vano que mi madre velara a mi lado: entre su cariño y yo estaba el pavor, estaba el fantasma, estaba « aquello » indefinible, que ya no había de desligarse de mí...
Más tarde murió en mi casa una tía mía, después de cuarenta horas de una agonía que erizaba los cabellos. Murió de una enfermedad del corazón, y fué preciso que la implacable Vieja que nos ha de llevar a todos la dominara por completo... No quería morir; se rebelaba con energías supremas contra la ley común... «No me dejen morir —clamaba— ; no quiero morirme...»
Y la asquerosa Muerte estranguló en su garganta uno de esos gritos de protesta.
Después, cada muerto me dejó la angustia de su partida, de tal suerte, que pudo decirse que mi alma quedó impregnada de todas las angustias de todos los muertos; que ellos, al irse, me legaban esa espantosa herencia de miedo... En el colegio, donde anualmente los padres jesuítas nos- daban algunos días de ejercicios espirituales, mi pavor, durante los frecuentes sermones sobre «el fin del hombre », llegó a lo inefable de la pena. Salía yo de esas pláticas macabras (en las cuales con un no envidiable lujo de detalles se nos pintaban las escenas de la última enfermedad, del último trance, de la desintegración de nuestro cuerpo), salía yo, digo, presa del pánico, y mis noches eran tormentosas hasta el martirio.
Recordaba con frecuencia los conocidos versos de Santa Teresa:
¡Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero
que muero porque no muero!
y envidiaba rabiosamente a aquella mujer que amó de tal manera la muerte y la ansió de tal manera, que pasó su vida esperándola como una novia a su prometido...
Yo, en cambio, a cada paso temblaba y me estremecía (tiemblo y me estremezco) a su solo pensamiento.
Murió de ahí a poco en mis brazos un hermano mío, a los diez y ocho años de edad, fuerte, bello, inteligente, generoso, amado... y murió con la serenidad de una hermosa tarde de mis trópicos.
—Siempre temí la muerte —me decía—; mas ahora que se acerca, ya no la temo: su proximidad misma me parece que me la ha empequeñecido... No es tan malo morir... ¡Casi diría que es bueno!
Y envidié rabiosamente también a mi hermano, que se iba así, con la frente sin sombras y la tranquila mirada puesta en el crepúsculo, que se desvanecía como él...
Mi lectura predilecta era la que refiere los últimos instantes de los hombres célebres. Leía yo y releía, analizaba y tornaba a analizar sus palabras postreras, para ver si encontraba escondido en ellas el miedo, «mi miedo», el implacable miedo que me come el alma...
—Now I must sleep —decía Byron, y había en estas palabras cierta noble y tranquila resignación que me placía.
—Creí que era más difícil morir...—decía el feliz y mimado Luis XV, y esta frase me llenaba de consuelo... Ese, pues, no había tenido miedo ni había sentido rebeliones...
—Dejar todas estas bellas cosas...— clamaba Mazarino acariciando en su agonía con la mirada los primores de arte que llenaban su habitación, y este grito de pena no me desconcertaba, porque yo a la muerte no le he temido jamás porque me quita lo que es mío... El amor a las cosas es demasiado miserable para atormentarme.
—¡Todo lo que poseo por un momento de vida!—gemía, agonizante, Isabel de Inglaterra, y este gemido me congelaba el ánima.
— ¡Mí deseo es apresurar todo lo posible mi partida!—exclamaba Cromwell, y yo creía sorprender en esa frase la impaciencia angustiosa que se tiene de salir cuanto antes de un martirio insufrible.
—¡Vaya una cuenta que vamos a dar a Dios de nuestro reinado!—murmuraba Felipe III de España, y estas palabras me acobardaban más de la medida.
—¡Ah! ¡Cuánto mal he hecho!—sollozaba Carlos IX de Francia, recordando la Saint Barthelemy, y este sollozo me pavorizaba el corazón.
—Agradábame sobremanera la desdeñosa frase del poeta Malherbe, ya saben ustedes, el autor de aquella estrofa que hizo célebre (envaneceos alguna vez legítimamente, señores cajistas) una errata de imprenta:
«Elle était née d'un monde oü les plus belles choses
Ont le pire destín,
Et, Rose, elle a vecu ce qui vivent les roses:
L'espace d'un matin...
Al padre que le hablaba de eternidad y le encarecía que se confesara, Malherbe respondió:
—He vivido como los demás, muero como los demás y quiero ir... adonde vayan los demás...
En cambio, las palabras de Alfonso XII:
«¡Qué conflicto! ¡qué conflicto!»—me aterrorizaban hasta lo absurdo.
Y a medida que iba creciendo, este miedo a la muerte adquiría (y sigue adquiriendo) proporciones fuera de toda ponderación. Es raro, por ejemplo, que se pase una noche sin que yo me despierte, súbitamente, bañadas las sienes en sudor y atenazado, así de pronto, por el pensamiento de mi fin, que se me clava en el alma como una puñalada invisible.
¡Yo he de morir—me digo—, yo he de morir!
Y experimento entonces con una vivacidad espantosa toda la realidad que hay en estas palabras.
II
¡Morir! ¡Ah,Diosmío! Los animales, cuando sienten que se aproxima su término, van a tumbarse en un rincón, tranquilos y resignados, y expiran sin una queja, en una divina inconsciencia, en una santa y piadosa inconsciencia, devolviendo al gran laboratorio de la Naturaleza la misteriosa porcioncita de su alma colectiva. Las flores se pliegan silenciosas y se marchitan sin advertirlo (¡o quién sabe!) y sin angustia alguna (¡¡o quién sabe!!). Todos los seres mueren sin pena... menos el hombre.
Ninguno de los animales sabe que ha de morir, y vive cada uno su furtiva existencia en paz... Sólo el hombre va perseguido por los fantasmas de la muerte, como Orestes por su séquito de Euménides... ¡horror! ¡horror!
Dos maneras sólo hay de morir: se muere, o por síncope o por asfixia. Poco me espanta la primera de estas muertes... Un desmayo... y nada más; un desmayo del que ya no se vuelve: la generosa entraña cesa de latir y nos dormimos dulcemente para siempre; pero la asfixia, ¡Dios mío!, la asfixia que nos va sofocando sin piedad, que nos atormenta hasta el paroxismo... Y unido a ella el terror de lo que viene... de lo desconocido en que vamos a caer, de ese pozo negro que abre su bocaza insaciable... de lo «único serio» que hay en la vida.
A más de cien médicos he preguntado:
—Qué, ¿se sufre al morir?
Y casi todos me han respondido:
—No; se muere dentro de una perfecta inconsciencia...
¡Ah! sí; esto es lo natural, lo bueno, lo misericordioso: la santa madre, la noble madre Naturaleza debe envolvernos en un suave entorpecimiento; debe adormecernos en sus brazos benditos durante esa transición de la vida a la muerte. Sin duda que morimos como nacemos... en una misteriosa ignorancia... Pero ¿y si no es así?... ¿si no es así?—me preguntaba yo temblando.
III
¡Morir!—seguía pensando (y sigo aún por mi desgracia)—. He de morir, pues, y todo seguirá lo mismo que si yo viviera. ¡Esta multitud que inunda las aceras continuará su activo y alegre tráfago, bajo el mismo azul del cielo, calentada por el mismo oro tibio del sol! En los bosques los nidos seguirán piando y los amantes seguirán buscándose en las bocas la furtiva miel de la vida. Las mismas preocupaciones atormentarán a las almas.. Los mismos placeres, sin cesar renovados, deleitarán a las generaciones... La tierra continuará girando como una inmensa mariposa alrededor de la llama del sol... y yo ya no existiré, ya no veré nada, ya no sentiré nada... Me pudriré silenciosamente en un cajón de madera que se desmoronará conmigo...
Pasarán las parejas de aves sobre la tierra que me cubre, sin conmover mis cenizas...
El sol despertará germinaciones nuevas en derredor mío, sin que mis pobres huesos se calienten con su fuego bendito.
Mi memoria habrá pasado entre los hombres, mi huella se habrá perdido, mi nombre nadie habrá de pronunciarlo. El hueco que dejé estará lleno...
Y si al menos fuese así, si la muerte se redujese a un eterno e inconmovible sueño... pero las palabras de Hamlet nos torturan el pensamiento: «Morir... dormir... soñar... ¡¡¡soñar acaso!!!
IV
No, no es posible ya padecer más; la resistencia humana tiene sus límites, y la mía está agotada. Esta obsesión de la muerte, en los últimos tiempos se ha enseñoreado de mí en modo tal, que ya no puedo hablar más que de ella, ni pensar más que en ella... Mis noches son de agonía lenta y odiosa... mis días tristes hasta opacar mi tristeza la luz del sol... Mi tormento llega al heroísmo de los tormentos... Ya no puedo con mi mal, y voy a acudir al más absurdo... al más extraño... al más ilógico, pero también al más efectivo de los remedios... ¡¡Voy a matarme!! Sí, a matarme; ¿concebís esto? A matarme... ¡por miedo a la muerte!
V
Sobre el pecho del suicida se encontraron, a guisa de carta, las páginas que copio. Los periódicos han publicado ya parte de ellas. Yo he creído piadoso reproducirlas todas...
(0 hr 21 min)Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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El miedo a la muerte | 21:30 | Read by Alba |