Un sueño
Gelesen von Alba
Amado Nervo
El Rey Don Felipe
El Greco y sus dos acompañantes vieron abrirse por fin una mampara, y fueron introducidos, de la antecámara donde esperaban hacía algunos minutos, y en la que había varios lujosos guardias de la Borgoñona y la Alemana, con algunos monteros de Espinosa, a una espaciosa cuadra tapizada toda ella de maravillosos tapices de Flandes, y en la cual estaba el rey, de pie, al lado de ancha mesa que ostentaba gran cubierta de terciopelo con flecos y motas de oro, de las que por aquel tiempo se tejían y bordaban en Nápoles, y sobre la cual se veían muchos papeles en legajos o sueltos, un bello trozo de ónix verde de la Puebla de los Ángeles, semejante a los que se empleaban en algunas ornamentaciones de la iglesia de El Escorial, y un gran Cristo de marfil.
Detrás del rey había un sillón, en cuyo respaldo, entre rojos arabescos, se destacaba el águila imperial.
Vestía Don Felipe de negro, muy elegantemente, pero sin bordado alguno de oro o plata, ni más joya que el Toisón, pendiendo en la mitad del pecho de un collar esmaltado de oro, hecho de dobles eslabones unidos a pedernales, con la divisa: Ante ferit quam flamma micet. Era esta insignia, en efecto, la preferida del Rey. Antes de él, pertenecía el derecho de conferir la dignidad correspondiente al Capítulo de la Orden; pero Don Felipe abrogose el poder de concederla según su real beneplácito, aboliendo, por tanto, el artículo de los estatutos que había limitado siempre el número de los caballeros.
Era, según pudo ver Lope, de estatura mediana, esbelto aún a pesar de la edad, blanco y rubio. Llevaba recortada a la flamenca la barba, en la que con el oro radiaban ya algunas hebras de plata. Su mirada, clara y profundamente tranquila, no tenía expresión alguna.
Avanzaron los tres uno tras de otro, siendo Lope el último, e hincada la rodilla besaron la real mano, cubierta por guante de ámbar, y quedaron después a respetuosa distancia.
-Domenikos Theotokopulos -dijo el rey con voz glacial, pero sin el menor asomo de dureza al pintor, y sin mirarle a la cara-: deseo que pongáis más diligencia en los cuadros que se os han encomendado para El Escorial. Bien sabéis el empeño que he puesto en el ornato interior de las salas de los Capítulos, para que sean dignos de la grandeza de toda la obra.
-Y lo serán, ciertamente, señor -respondió el artista con su pésimo acento-; créame Vuestra Majestad que trabajo con empeño para servirle.
-Huélgome de ello -respondió Don Felipe-. ¿Habéis madurado ya el asunto de nuestro cuadro? De él, especialmente, quería hablaros. Debe ser este asunto, según sabéis, la negativa de San Mauricio, jefe de la legión cristiana de Tebas, a sacrificar a los falsos dioses. Quiero que sea cuadro de mucha piedad y edificación. Tened, pues, buen ánimo, y dadle pronto remate.
El Greco, que tenía sobre la conciencia su desvío para el cuadro, proveniente, ya de que el asunto no le gustaba, ya de que no se le permitía en él ejercitar toda la independencia de su pincel, había pretextado que le faltaban elementos para su obra. Así es que, ante la pregunta del rey, halló que venía a pelo la excusa, y respondió:
-Antes lo hubiera hecho, de tener lo necesario. Juan de Herrera os habrá dicho, señor...
-Sí; que os faltaban dineros y colores; de todo se os proveerá. Así lo he ordenado. El mismo Juan de Herrera, cuando vayáis a Madrid, os dará nuevos encargos.
-Todos los que Vuestra Majestad me haga por su conducto, serán ejecutados con celo. Hombre es Juan de Herrera que sabe hacerse entender y a quien yo tengo en gran estima.
-Gentilhombre de prendas es -dijo el Rey- tan sabio, como modesto y laborioso. Y estos jóvenes -añadió Don Felipe volviéndose afablemente hacia Gaetano y Lope-, ¿son vuestros discípulos?
-El uno, señor, lo es. Conmigo vino de Italia -respondió el Greco señalando a Gaetano-; el otro es platero de oficio, y hame dicho que trabaja una custodia para una iglesia de Toledo.
-Noble arte es el vuestro -dijo el monarca a Lope-, y en él tenéis predecesores ilustres. ¿Conocéis las custodias de Enrique Arfe? El emperador, mi señor y padre, teníalo en mucha estima.
Lope quiso responder, pero en aquel momento luchaban en su espíritu sensaciones y sentimientos muy encontrados. Del fondo de su ser subía algo como la convicción íntima de su personalidad anterior al sueño; también él era rey, rey descendiente de este monarca pálido, minucioso, devoto, displicente, mesurado y frío, cuya historia leyera tanto, y un choque de personalidades, de recuerdos confusos lo turbaba. No pudo hablar. El Rey, más afable aún, creyéndole intimidado, díjole:
-¡Sosegaos, sosegaos! -Y volviéndose al Greco- ¿Habéis visto últimamente El Escorial?
-Lo he visto, señor; notable es su severidad, así como la gallardía y hermosura de su iglesia. Herrera interpreta con suma pureza el Renacimiento. Es un artista sereno, sencillo y grande, y El Escorial digna obra suya y vuestra, señor.
-Pláceme lo que me decís, Domenikos Theotokopulos. Bien sabéis que yo he querido edificar un palacio para Dios... ¡y una choza para mí! -añadió sonriendo levemente, tras de lo cual los tres besaron la mano que el monarca les tendía, dando por terminada la audiencia.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.