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La cenicienta o el zapatito de cristal

Gelesen von Alba

(4,269 Sterne; 13 Bewertungen)

Había una vez un caballero que se casó en segundas nupcias con una mujer, lo más orgullosa y dominante que verse puede. Esta mujer tenía dos hijas de su mismo genio, y que se le parecían en todo. El marido, por su lado, tenía una hija, pero de una dulzura y una bondad sin igual; esto lo había heredado de su madre que era la criatura mejor del mundo.

Apenas se celebró el matrimonio cuando la madrastra sacó a relucir su mal carácter: no podía resistir las buenas cualidades de aquella niña, al lado de la cual resultaban aún más aborrecibles sus hijas. Le encomendó los quehaceres más humildes de la casa: ella era la que fregaba los platos y la escalera, y la que daba cera al cuarto de la señora y al de sus hijas. Dormía en el último piso de la casa, en un granero y sobre un mal jergón, en tanto que sus hermanas ocupaban alcobas entarimadas, en donde tenían camas de última moda y espejos en los que se veían de pies a cabeza. La pobre niña lo llevaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse a su padre, que le hubiera reñido, porque su mujer lo dominaba.

Cuando terminaba sus quehaceres, corría a la chimenea y se sentaba en la ceniza, por lo que en su casa la llamaban generalmente la puerca Cenicienta. La más pequeña de sus hermanastras, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta. Sin embargo, Cenicienta, con aquel trajecillo suyo tan malo, estaba cien veces más guapa que sus hermanas, que vestían admirablemente.

Sucedió que el hijo del rey dio un baile y que invitó a todas las personas de posición. También fueron convidadas nuestras dos señoritas, porque figuraban mucho en la ciudad. Ya las tenemos muy satisfechas y atareadísismas eligiendo los trajes y los peinados que mejor les sientan. Nuevo tormento para Cenicienta, porque ella era la que repasaba la ropa blanca de sus hermanas y la que almidonaba sus puños. No hablaban más que del traje que habían de llevar.

-Yo, dijo la mayor, me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis encajes de Inglaterra.

-Yo, añadió la pequeña, llevaré mi falda de diario; pero en cambio me pondré mi manto con flores de oro y mi broche de brillantes, que no es de los que menos valen.

Avisaron a la peinadora de más fama para que las peinase y mandaron por los lunares postizos a la tienda en que mejor los hacían. Luego llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, porque tenía buen gusto.

Cenicienta les dió excelentes consejos y hasta se ofreció a peinarlas, lo que ellas aceptaron.

Mientras las peinaba, le decían:

-Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?

-¡Ay! Cómo os burláis; a mí no me pega eso.

-Tienes razón; poco que se reirían si vieran a una puerca cenicienta en el baile.

Si Cenicienta hubiera sido otra, las habría peinado de cualquier manera; pero Cenicienta era buena y las peinó muy bien. Las tenía tan trastornadas la alegría, que se pasaron cerca de dos días sin comer. Rompieron más de doce cordones a fuerza de apretarse, para tener la cintura más pequeña, y constantemente estaban frente al espejo.

Al fin llegó el feliz instante; se marcharon y Cenicienta las siguió con la vista mientras pudo. Cuando dejó de verlas se echó a llorar. Su madrina, que la encontró hecha un mar de lágrimas, le preguntó qué era lo que tenía.

-Quisiera... quisiera...

Lloraba tanto que no pudo acabar. Su madrina, que era hada, le dijo:

-Quisieras ir al baile, ¿no es verdad?

-¡Ay, sí!, -dijo Cenicienta suspirando.

-Bien, ¿serás buena? -replicó su madrina-, pues yo haré que vayas.

La llevó a su cuarto y le dijo:

-Ve al jardín y tráeme una calabaza.

La Cenicienta bajó inmediatamente a coger la más hermosa que pudo encontrar y se la subió a su madrina, sin que lograse adivinar cómo con aquella calabaza había de poder ir al baile. Su madrina vació la calabaza hasta dejar la cáscara únicamente, la tocó con su varita de virtudes y la convirtió en una preciosa carroza dorada.

Después fue a mirar la ratonera, en donde halló seis ratoncillos vivos. Mandó a Cenicienta que levantase un poco la trampa de la ratonera, y cada vez que salía un ratón, le daba un golpecito con su varita de virtudes, y el ratón se convertía inmediatamente en un precioso caballo, con lo que resultó un magnífico tiro de seis caballos tordos.

Como no supiera de qué hacer un cohero, dijo Cenicienta:

-Voy a ver si en la ratonera grande hay alguna rata; la convertiremos en cochero.

-Tienes razón, -contestole su madrina-, ve a ver.

Cenicienta le llevó la ratonera, en donde había tres ratas enormes. El hada eligió una de las tres, por sus grandes bigotes, y tocándola con su varita la convirtió en un robusto cochero que tenía los mostachos más lindos que verse pueden.

Después le dijo:

-Ve al jardín, en donde encontrarás seis lagartos verdes detrás de la regadera; tráemelos.

Apenas se los presentó a su madrina cuando ésta los transformó en seis lacayos, con sus trajes galoneados, que se subieron inmediatamente en la trasera de la carroza, y que permanecían en su puesto, como si no hubiesen hecho otra cosa en toda su vida.

El hada dijo entonces a Cenicienta:

-Bueno, ya tienes con qué ir al baile, ¿no estás contenta?

-Si; pero, ¿cómo he de ir con este vestido tan feo?

Su madrina no hizo más que tocarla con su varita, y en el mismo instante su vestido se convirtió en un vestido de oro y plata, todo cubierto de pedrería; luego le dio unos zapatitos de cristal, los más lindos del mundo. Una vez que estuvo así ataviada se subió al carruaje; pero su madrina le encargó muchísimo que se retirase antes de las doce, advirtiéndole que si permanecía en el baile un momento más, su carroza volvería a convertirse en calabaza, sus caballos en ratones y sus lacayos en lagartos, y que hasta su magnífico traje recobraría su primitiva forma.

Prometió a su madrina que no dejaría de salir del baile antes de las doce, y se marchó loca de alegría.

El hijo del rey, a quien avisaron que acababa de llegar una gran princesa a la que nadie conocía, corrió a recibirla. Le ofreció la mano al bajar del carruaje y la llevó al salón en donde estaban los invitados. Hízose entonces un gran silencio: se interrumpió el baile y los violines dejaron de tocar; tal era la atención con que todos contemplaban los grandes atractivos de la desconocida. No se oía más que un rumor confuso:

-¡Ah, qué hermosa es!

El mismo rey, que era muy viejecito, no cesaba de mirarla y de decir a la reina que hacía mucho tiempo que no había visto una criatura tan linda y tan simpática. Todas las señoras estudiaban minuciosamente su tocado y su vestido, para tener uno igual al día siguiente, siempre que se encontrasen telas lo bastante bonitas y costureras lo bastante hábiles para reproducirlo.

El hijo del rey la colocó en el mejor sitio, y luego la invitó a bailar. Cenicienta bailó con tanta gracia que la admiración de todos subió de punto. Luego sirvieron una magnífica cena que el príncipe, entretenido en contemplarla, no probó siquiera. Cenicienta se sentó al lado de sus hermanas y las obsequió mucho; partió con ellas las naranjas y los limones que le había dado el príncipe, lo que las llenó de asombro, porque no la conocían.

Estaban hablando cuando Cenicienta oyó dar las once y tres cuartos. Hizo inmediatamente una profunda reverencia a todos los presentes y se marchó lo más deprisa que pudo. En cuanto llegó fue a buscar a su madrina, y, después de darle las gracias, le dijo que deseaba volver al baile al día siguiente, porque el hijo del rey se lo había suplicado. Cuando estaba ocupada en contar a su madrina lo que había sucedido en el baile llamaron a la puerta las dos hermanas. Cenicienta salió a abrir.

-¡Cómo habéis tardado! -les dijo bostezando, restregándose los ojos y desperezándose como si acabase de despertarse. Sin embargo, no había tenido ganas de dormir desde que se separaron.

-Si hubieses ido al baile -le dijo una de las hermanas-, no te habrías aburrido; ha ido una princesa hermosísima, la más hermosa que puede verse; ha tenido con nosotras mil atenciones y nos ha dado naranjas y limones.

Cenicienta no cabía en sí de alegría. Preguntó el nombre de aquella princesa, pero sus hermanas le contestaron que no la conocían, que el hijo del rey estaba muy afligido por eso mismo y que daría cuanto poseía por saber quién era. Cenicienta sonrió y les dijo:

-¿De modo que era muy hermosa? ¡Dios mío! ¡Qué felices sois!, ¿no podría verla yo? ¡Ay! Juanita préstame el vestido amarillo que te pones todos los días.

-¡Naturalmente! -contestó Juanita-. ¡En eso estaba pensando! ¡Prestar mi vestido a una puerca Cenicienta como tú! ¡Estaría loca!

Cenicienta esperaba esta negativa, y se alegró de ella, porque se hubiese visto en un aprieto si su hermana hubiera consentido en prestarle su vestido.

Al día siguiente fueron al baile las dos hermanas, y Cenicienta también, pero aun más lujosamente ataviada que la primera vez. El hijo del rey no se movió de su lado y no cesó un momento de requebrarla. La niña no se aburría, y olvidó lo que su madrina le encargara, de suerte que oyó dar la primera campanada de las doce cuando creía que aun no eran las once. Levantóse y huyó con la celeridad de una cierva. El príncipe la siguió, pero no la pudo alcanzar. Cenicienta dejó caer uno de sus zapatitos de cristal, que el príncipe recogió con mucho cuidado. LLegó a su casa sofocadísima, sin coche, sin lacayos y con su feísimo traje; de su pasada magnificencia no le quedaba nada más que uno de sus zapatitos, la pareja del que había perdido.

Preguntaron a los centinelas de la puerta del palacio si no habían visto salir a una princesa; contestaron que no habían visto salir a nadie más que a una muchacha muy mal vestida y que más bien tenía trazas de paleta que de señorita.

Cuando las dos hermanas volvieron del baile, Cenicienta les preguntó si se habían divertido mucho y si había estado aquella señora tan hermosa; ellas le contestaron que sí, pero que al dar las doce se marchó con tanta prisa que perdió uno de sus zapatitos de cristal, la cosa más bonita del mundo; que el hijo del rey lo recogió y que durante el resto del baile no hizo más que mirarlo, y que seguramente estaba perdidamente enamorado de la lindísima criatura a la que pertenecía aquel zapatito.

Decían la verdad, porque a los pocos días el hijo del rey hizo publicar, al son de las trompas, que se casaría con aquella a quien le estuviese justo el zapato. Comenzaron por probárselo a las princesas, luego a las duquesas y a toda la corte, pero inútilmente. Lo llevaron a casa de las dos hermanas, que hicieron todo lo posible porque su pie entrase en el zapatito, pero no lo consiguieron. Cenicienta, que las miraba y que reconoció su zapato, dijo riendo:

-¡Dejad que vea si me está bien!

Sus hermanas empezaron a reirse y a burlarse de ella. El gentilhombre que iba probando el zapato, miró atentamente a Cenicienta, y como la encontrara muy linda, dijo que era muy justo y que tenía orden de probar el zapato a todas las solteras. Hizo que Cenicienta se sentase, y, acercando el zapato a su piececito, vio que le entraba sin ningún esfuerzo y que parecía hecho a su medida. El asombro de las dos hermanas fue grande, pero subió de punto cuando Cenicienta sacó de su bolsillo el otro zapatito y se lo pueso en el otro pie. En aquel momento llegó su madrina, quien, tocando con su varita de virtudes el vestido de Cenicienta, lo convirtió en otro aún más suntuoso que los anteriores.

Entonces sus dos hermanas reconocieron en ella a la hermosa dama que vieran en el baile, y se precipitaron a sus pies para pedirle perdón por los malos tratos de que la habían hecho objeto. Cenicienta las levantó y les dijo, besándolas, que las perdonaba de buen grado, y que les suplicaba que siempre la quisieran mucho. Tal como estaba vestida la presentaron al príncipe, que la encontró más hermosa que nunca y que a los pocos días se casó con ella. Cenicienta, que era tan buena como hermosa, alojó a sus dos hermanas en el palacio, y aquel mismo día las casó con dos caballeros de la corte.

 

Moraleja

La belleza es tesoro inapreciable
que gusta a las mujeres admirar;
pero eso que llamamos "don de gentes"
no tiene precio y vale mucho más.
Eso dio a Cenicienta su madrina
y así le pudo un reino regalar.
Y ahora, hermosa, siervámonos del cuento
y aprendamos un poco de moral.
Para que un corazón se nos entregue,
el "don de gentes" vale, a no dudar,
más que el tocado espléndido y lujoso
en que cifráis vosotras vuestro afán.
El "don de gentes" es el verdadero
don de las hadas. Quien lo pueda usar,
obtendrá cuanto quiera en este mundo.
Nada, en cambio, sin él conseguira.

 

Otra moraleja

Sin duda que es gran ventaja
tener nombre ilustre, ingenio,
valor y otras cualidades
de las que concede el cielo.
Pero, a pesar de tenerlas,
no saldréis bien de un empeño
si no tenéis un padrino
que decida protegeros.

(0 hr 24 min)

Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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La cenicienta o el zapatito de cristal

24:09

Read by Alba

Bewertungen

(5 Sterne)

me encantó, realmente me quedé dormida, excelente

me ha gustado mucho

(5 Sterne)

me ha gustado mucho, muchas gracias